Julio terminó de colocar el toldo para sombrear la claraboya. Quedó bárbaro y ahora que se puede abrir, entra aire fresco y nada de sol. Al mediodía vinieron Sofi, Ale y Sofi D., Fede, Andrea y Salvador. Ale hizo un asado, una colita de cuadril, chorizos y cebollas y morrones asados. Todo le quedó buenísimo. Yo hice una ensalada de papas, huevo y perejil. Y Julio mayonesa casera. Mmmmmmmmmmm.
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Mucho mucho mucho viento. Me levanté con la intención inamovible de arreglar el fondo (el cante) que cada tanto se convierte en un despelote de objetos inservibles amontonados. Capaz que la limpieza de la casa del bichi de la vereda de enfrente me instó a hacerlo de una vez, pues es algo que vengo postergando desde hace meses. Es más, casi no iba al fondo del embole que me daba solo pensar en entrarle a ese despelote y dejarlo lo más ordenado posible. Transpiré toda la mañana, pero lo hice. De a ratos iba al fondo y miraba hacia adentro. No tengo una fotografía de “antes” pero sí una de “después”. Y la de “antes” seguro que dentro de unos meses la puedo volver a tomar, ya que el asunto es cíclico.
El viento sopla del suroeste. El mar se trepa a los murallones de la rambla y les pasa por encima. Pasa sobre las escolleras del puerto. El mar está de color marrón, color café con leche cargado y las olas revientan con violencia contra lo que se le oponga. Me gusta el color cambiante del mar. Refrescó, la temperatura bajó a 25 grados.
Llegó Ale!!! Y Sofi D.!! me encanta que estén de nuevo aquí. Y Sofi O se va el lunes de madrugada para Punta del Diablo, así que tengo dosis de hijos espaciada. Extraño a uno, y vuelve el otro.
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Calor calor calor calor. Otra vez. El claraboyero había quedado en venir ayer pero vino hoy. No sé como aguantó el calor en la azotea, allá arriba es super encerrado y encima blanco, el reflejo de sol da de lleno y achicharra. Me pasé el día encerrada, trabajando en la compu, corrigiendo la novela. Lo escuchaba caminar sobre la claraboya. Me da vértigo. Igual que los vidrieros, ponen tablas apoyadas sobre las guías de hierro de la claraboya y caminan por ahí, a seir o siete metros del piso. Cada vez que el hombre bajaba las perras se le tiraban encima ladrando, así que no pude dormir, porque me dio miedo que lo mordieran. No creo que lo hubieran mordido mucho, pero que te muerdan un poco ya debe ser feo. Un perro, un gato, un yacaré. Cualquier bicho de dientes afilados. Y Yaguá es mala con los extraños. Paca no tanto, pero acompaña.
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